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“Identidad sin persona” en Desnudez.
Giorgio Agamben.

El problema de "la identidad".
   El dilema de "la identidad" es que afirmamos la nuestra negando la de otros". A final de cuentas las inter relaciones - armoniosas o no - se reducen a "la forma en que tratamos al Otro"...

     Buenos Aires. Adriana Hidalgo, 2011, pp.67-78
El deseo de ser reconocido por los otros
es inseparable del ser humano. Es más, este reconocimiento le es tan esencial que, según Hegel, cada uno está dispuesto a poner en juego su propia vida para conseguirlo. No se trata, en efecto, sencillamente de satisfacción o de amor propio, más bien es sólo a través del reconocimiento de los otros que el hombre puede constituirse como persona.

 Persona significa en el origen “máscara”, y es a través de la máscara que el individuo adquiere un rol y una identidad social. Así, en Roma, cada individuo era identificado por un nombre que expresaba su pertenencia a una  gens, a una estirpe, pero ésta estaba, a su vez, definida por la máscara de cera del antepasado que toda familia patricia custodiaba en el atrio de su propia casa. De aquí a hacer de la persona la “personalidad” que define el lugar del individuo en los dramas y en los ritos de la vida social, el paso es breve, y persona terminó por significar la capacidad jurídica y la dignidad política del hombre libre. En cuanto al esclavo, así como no tenía ni antepasados, ni máscara, ni nombre, tampoco podía tener una “persona”, una capacidad jurídica (servus non habet personam).

   La lucha por el reconocimiento es, entonces, la lucha por una máscara, pero esta máscara coincide con la “personalidad” que la sociedad le reconoce a todo individuo (o con el “personaje” que esta hace de él, con su complicidad más o menos reticente). No sorprende que el reconocimiento de la propia persona haya sido por milenios la posesión más celosa y significativa. Si los otros seres humanos son importantes y necesarios, es sobre todo porque pueden reconocerme. Incluso el poder, la gloria, las riquezas, a los que los “otros” parecen ser tan sensibles, tienen sentido, en último término, sólo en vista de este reconocimiento de la identidad personal. Se puede ciertamente, como se dice que le gustaba hacer al califa de Bagdad Harún al-Rashid, caminar de incógnito por las calles de la ciudad vestido como mendigo; pero si nunca hubiera un momento en que el nombre, la gloria, las riquezas y el poder fueran reconocidos como “míos”, si, como algunos santos recomiendan hacer, yo viviera toda la vida en el no-reconocimiento, entonces también mi identidad personal estaría perdida para siempre.

   En nuestra cultura, la “persona-máscara” no tiene, sin embargo, sólo un significado jurídico. Esta también ha contribuido de modo decisivo a la formación de la persona moral. El lugar en el que se desarrolló este proceso fue ante todo el teatro. Y, a su vez, la filosofía estoica, que modeló su ética sobre la relación entre el actor y su máscara. Esta relación está definida por una doble intensidad: por un lado, el actor no puede pretender elegir o rechazar el rol que el autor le ha asignado; por otro lado, tampoco puede identificarse sin más con este rol. “Recuerda -escribe Epícteto- que tú eres como un actor en el rol que el dramaturgo ha querido asignarle; breve, si lo quiso breve, largo, si lo quiso largo.Si quiere que interpretes el rol de mendigo, interprétalo convenientemente. Y haz lo mismo para el rol de lisiado, de magistrado o de un simple particular. A ti no te corresponde elegir el rol, sino interpretar bien a la persona que te ha sido asignada, eso depende de ti”(Manual , XVII). Y, sin embargo, el actor (como el sabio que lo toma como paradigma) no debe identificarse completamente con su rol, confundirse con su personaje. “Pronto llegará el día-advierte todavía Epícteto- en que los actores creerán que su máscara y sus vestidos son ellos mismos” ( DisertacionesI, XXIX, 41).
 
    La persona moral se constituye, pues, a través de una adhesión y a su vez una distancia respecto a la máscara social: la acepta sin reservas y, al mismo tiempo, se diferencia casi imperceptiblemente de ella.Este gesto ambivalente y, a su vez, la distancia ética que abre entre le hombre y su máscara quizás en ninguna parte aparecen con tanta evidencia como en en las pinturas o mosaicos romanos que representan el diálogo silencioso del actor con su máscara. El actor se representa aquí de pie o sentado delante de su máscara, que sujeta en la mano izquierda o está apoyada sobre un pedestal. La actitud idealizada y la expresión absorta del actor, que tiene fija la mirada en lo ojos ciegos de la máscara, testimonian el significado especial de su relación. Ésta alcanza su umbral crítico –y a su vez su punto de inversión– a comienzos de la Edad Moderna, en los retratos de los actores de la Comedia del Arte: Giovanni Gabrielli, llamado “il Sivello”, Domenico Binacolelli llamado Arlequín, Tristano Martninelli, también él Arlequín.

Ahora el actor ya no mira su máscara, que incluso exhibe: en la mano; y la distancia entre el hombre y la “persona”, tan matizada en las representaciones clásicas, se acentúa por la vivacidad de la mirada que dirige de manera decidida e interrogativa al espectador.En la segunda mitad del siglo XX, las técnicas de policía conocen un desarrollo inesperado, que implica una transformación decisiva del concepto de identidad. Ahora la identidad ya no es algo que concierne esencialmente al reconocimiento y al prestigio social de la persona, sino que, en cambio, responde a la necesidad de asegurar otro tipo de reconocimiento, el del criminal reincidente, por parte del agente de policía. No es fácil para nosotros,acostumbrados desde siempre a sabernos registrados con precisión en archivos y ficheros, imaginar cuán ardua podía ser la verificación de la identidad personal en una sociedad que no conocía la fotografía ni los documentos de identidad. De hecho, en la segunda mitad del siglo XIX, es este el problema central para aquellos que se concebían como los “defensores de la sociedad”, frente a la aparición y a la creciente difusión de la figura que parece constituir la obsesión de la burguesía de la época el “delincuente habitual”. Tanto en Francia, como en Inglaterra fueron votadas leyes que distinguían claramente entre el primer crimen cuya pena era la prisión, y la reincidencia. que se castigaba en